Aníbal Domingo Fernández es un gran cuadro político. El funcionario todoterreno, de experiencia inigualable, que cualquier líder de gobierno en funciones querría tener dentro de su equipo. El gladiador de saco y corbata que conoce cada metro cuadrado de la Casa de Gobierno y cada recoveco de cualquier oficina del Congreso. El hombre del conurbano que sabe de memoria cómo se mueve la Policía Federal, porque la manejó, y quién es quién en la interna del verdadero poder. Aníbal Fernández es único en su especie: porque además de todo lo anterior y de manejar una de las lapiceras más grandes después de la de la Presidenta, ladra, muerde, descalifica e insulta. Y también es único porque es capaz de hacer cualquier cosa por el proyecto y en nombre de la lealtad. Y cualquier cosa no es una metáfora o una manera de decir. Es, de verdad, cualquier cosa. Como el jefe de gabinete de Francis Underwood, el presidente norteamericano en la ficción de la serie House of Cards.
Aníbal Fernández, el nuevo gran crítico de la "derecha recalcitrante argentina", fue ultramenemista, ultraduhaldista, ultranestorista y ahora es ultracristinista de izquierda. "Un soldado de Cristina", como suele aclarar ante sus amigos. Por eso nadie va a oír de su boca una crítica o una opinión diferente a lo que dice o hace la jefa. Ni siquiera, por ejemplo, con respecto al mantenimiento en el cargo del vicepresidente Amado Boudou, a quien el jefe de Gabinete no respeta ni un poquito. En efecto, Aníbal piensa que Boudou es un tipo con pocos pantalones. Que le tendría que haber presentado la renuncia a la Presidenta hace mucho tiempo. Que la debería haber liberado de la pesada mochila que significó para ella sostener a un vice procesado por haber querido quedarse con una imprenta encargada de hacer los billetes argentinos. Él, como es macho y es de Quilmes, incluso se lo dijo en la cara al propio Boudou, un cheto de Mar del Plata y de Puerto Madero. Sin embargo, jamás se permitió sugerirlo delante de Cristina.
Es que no forma parte de su código aconsejar a la Presidenta. Ya lo explicó el nuevo jefe de la Secretaría de Inteligencia, Oscar Parrilli: "A la Presidenta no se le habla ni se le sugiere. Sólo se le obedece". Por eso Aníbal tampoco le dijo a Cristina lo que opinaba sobre el desempeño de Jorge Capitanich como jefe de Gabinete, aunque siempre creyó que "Coqui" no le llegaba ni a los talones. Entonces, cuando la jefa del Estado lo designó secretario general y le dio rienda suelta para abrir la boca y marcar agenda, Aníbal, a Capitanich, se lo terminó de comer "en un pancho", para usar el lenguaje del personaje en cuestión. Y lo dejó más pintado de lo que estaba. El día que volvió a la Jefatura de Gabinete, Fernández sonreía como un niño. Había regresado al lugar del que, sentía, nunca lo debieron haber despedido. Y su lealtad se volvió a multiplicar, una y otra vez, para que la jefa no tuviera duda de que él estaría ahí, inoxidable y sin temblar, ahora que los tiempos parecen cada vez más difíciles y los más débiles dudan.
La muerte del fiscal Alberto Nisman de nuevo lo puso a prueba. Y Aníbal cumplió. Y volvió a justificar lo injustificable. En especial, las apuestas detectivescas de la jefa del Estado, que fueron desde el suicidio hasta el asesinato, de la sugerencia de una relación íntima entre Nisman y su empleado Diego Lagomarsino hasta la idea egocéntrica de que todo era un complot para terminar con ella. En las últimas horas, al incomparable jefe de Gabinete los hombres de la Presidenta que forman parte de la mesa chica le encomendaron una misión delicada y piantavotos. Uno de esos recados que ningún político con fantasía de ser elegido aceptaría hacer: ensuciar al fiscal muerto (pero ensuciarlo bien sucio) para terminar de embadurnar dos causas; la del fallecimiento de Nisman y la que se abrió contra la Presidenta y el canciller Héctor Timerman por el presunto encubrimiento del atentado contra la AMIA. Entonces Aníbal fue más Aníbal que nunca. Aprovechó el impacto de las fotos de Nisman con unas cuantas señoritas que fueron distribuidas a algunos medios por miembros de la Policía Federal, las mezcló con la última declaración de Lagomarsino en la que reveló que su jefe se quedaba con una parte de su salario y empezó a repartir estiércol con un ventilador gigante, sin medir los adjetivos, las repercusiones y el hecho de que ayer se cumplieron dos meses de la muerte del fiscal. Definió a Nisman como un "sinvergüenza". Lo consideró un ser incalificable que se dedicaba a "salir con minas" y "pagar ñoquis". Pegó más abajo todavía y entonces dedujo que usó la plata de la Unidad Fiscal Especial AMIA para eso y no para la investigación. Y encima lo contrapuso con el dolor de los familiares de las 85 víctimas. Cuando terminó de decir esas barbaridades, los usuarios de Twitter pagos del cristinismo lo felicitaron una y otra vez, y los habitantes del microclima en el que se mueve le volvieron a decir que era el mejor de todos.
Ahora que los aplausos se detuvieron y el ruido de la militancia se empezó a acallar, es hora de decirle a Fernández que lo que hizo constituye no sólo un acto de cobardía política. También representa un acto de poca hombría para la vida en general. Porque es de poco hombre insultar, acusar y denigrar a alguien que no puede responder. Él debería saberlo, porque se la pasó repitiendo el mismo axioma ante cualquiera que osara "mancillar la memoria" del ex presidente Néstor Kirchner. Y también debería saber que sus insultos fueron percibidos no como una más de sus barbaridades sin filtro, sino como una falta de respeto. Como un signo de soberbia, prepotencia y mala educación.
Alguien debería decirle que cualquier cosa que Nisman haya decidido hacer con su vida privada no necesariamente servirá para descalificar su tarea como fiscal. Que facilitar la publicación de las fotos con chicas en una fiesta no transformará el Memorándum de Entendimiento con Irán en otra cosa que no sea un mamarracho. Que no logrará disipar del ánimo de millones de argentinos la indignación que sintieron por la reacción de la Presidenta y el Gobierno a horas de la muerte del fiscal. Alguien de su propia fuerza política debería decirle, sin que le temblara la voz, que Aníbal es un grosero y un irrespetuoso. La primera definición de un gran maleducado.
Publicado en La Nación