El primer debate presidencial de la historia argentina fue aburrido y desapasionado, pero dejó lecciones inolvidables y consecuencias políticas que aún perduran.
En primer lugar, aunque todavía no aparezca en las encuestas, Daniel Scioli, el gran ausente, está pagando un costo alto. Bastante más alto que el que había previsto su equipo de campaña. Es probable que la silla vacía no le haya hecho perder millones de votos, pero es evidente que sirvió para recordar que su techo sigue tan bajo como alto su piso. Es decir: lejos de la preferencia de los indecisos y los independientes, a los que necesita seducir para ganar en primera vuelta. Gente a la que todavía le importa el valor de la palabra empeñada. La que lo oyó decir: "Me comprometo a debatir". O para presentarlo en términos matemáticos: la masa crítica que no le permite superar el número mágico del 40% de los votos que le evitaría ir al ballottage.
Y ni hablemos del daño que le produjo en términos de imagen. El que lo puso de manifiesto con un lenguaje audaz fue el candidato Sergio Massa: "Quien no tiene huevos para debatir, menos será capaz de gobernar", simplificó. Y así colocó al adversario del Frente para la Victoria en el peor de los mundos. Es decir: lo llamó cobarde e incapaz de administrar un país. Mauricio Macri fue un poco más sutil, pero no menos dañino: dio a entender que Scioli no concurrió a la cita porque la Presidenta no lo deja exponer sus ideas, y fijó así, ante el supuesto 60% de la sociedad que pretende un cambio, la fantasía de que el gobernador de la provincia de Buenos Aires no tiene independencia para decidir.
Como sea, los argumentos de Scioli y de sus asesores no parecieron ni lógicos ni suficientes para justificar su deserción. Ni siquiera para los militantes acríticos del cristinismo más rancio. El otro presupuesto falso, o por lo menos discutible, es que el debate no interesó o que interesó poco si se mide por el rating que suministra la empresa Ibope. En mi opinión, no sólo despertó mucho interés y expectativa, sino que la curiosidad fue masiva, si se tiene en cuenta, entre otros datos, lo estructurado del formato, la no asistencia del candidato que obtuvo más votos en las PASO, el hecho de que el programa competía con el clásico de fútbol de la fecha y al mismo tiempo compartía el horario con el programa periodístico de la televisión abierta de más rating. Además, el pico de audiencia, que llegó a los 10,5, está cerca del máximo que se puede lograr en la pantalla de América a esa hora y con esa competencia.
Aun con poca sorpresa y nada de show, el debate, sin embargo, también repercutió muchísimo en las redes sociales: el hashtag @ArgentinaDebate produjo más de un millón de tuits y fue tendencia global durante más de una hora. Es más: todavía se discute con pasión en todos los formatos de Internet. Por eso los que se encargan de la comunicación del candidato que no fue se mantienen tan preocupados. Jamás lo van a admitir en público, pero 48 horas después del acontecimiento el equipo de campaña de Scioli para la Victoria todavía seguía dividido entre los que opinaron que cometió un gran error en no asistir y los que argumentaban: "Con el diario del lunes somos todos Maradona".
Pero además del efecto negativo que produjo en la campaña del único candidato ausente, hay otras consecuencias importantes sobre las que vale la pena detenerse. Una, bien visible, es que el canal público quedó tanto o más descolocado que el candidato del oficialismo. En los futuros libros de historia se describirá que el principal medio del Estado estaba emitiendo un partido de fútbol en vez de darle al debate de los candidatos presidenciales la importancia institucional que merecía. Y se recordará además que el torneo de fútbol local tenía el nombre de Julio Grondona, el dirigente de fútbol más corrupto de la Argentina. Si la perspectiva del historiador es lo suficientemente honesta, también se escribirá que durante la primera media hora del debate el canal público emitía un programa de propaganda; el mismo que entre 2009 y 2013 se pone en el aire entre partido y partido, para levantar artificialmente su rating y lograr que muchos millones de argentinos se convenzan de que los de Néstor y Cristina son los mejores gobiernos de la época.
Quizás el debate tampoco haya servido para mejorar la chance electoral de ningún postulante. Sin embargo, estoy seguro de que, a partir del domingo pasado, cualquier aspirante a presidente que quiera evitar una derrota o recibir un castigo electoral lo pensará dos veces antes de no presentarse a un debate organizado con un mínimo de seriedad y garantías de neutralidad. La discusión en torno al primer debate presidencial está ayudando a instalar, de a poco, en la agenda pública, la indignación ante otras tropelías institucionales que este gobierno de origen legítimo pero ejercicio autoritario viene protagonizando en los últimos años. Una, sin dudas, es el uso y abuso de la cadena nacional no para los fines con los que fue creada, sino para hacer campaña electoral.
Ni la oposición política, ni los legisladores más activos, ni las organizaciones de medios y periodistas lograron convencer, todavía, a la mayoría de la sociedad de que, lejos de cumplir la ley, lo que hace el gobierno nacional en general, y la jefa de Estado en particular, con la cadena nacional es violarla, al obligar a transmitir a todo el espectro audiovisual actos intrascendentes como si fueran urgentes, históricos o relevantes. El argumento de que Cristina Fernández necesita la cadena para comunicar las buenas noticias que los medios de la "corpo" se niegan a difundir suena tan ridículo como la hipótesis de los asesores de Scioli cuando explican que el gobernador no fue al debate porque tenía la certeza de que sería atacado y agredido ante millones de espectadores. En todo caso, para dar "buenas noticias" hacen uso y abuso, también, de la publicidad oficial y de los medios oficiales y paraoficiales, que se encargan no sólo de difundir logros, sino también de descalificar a periodistas y medios independientes y a dirigentes de la oposición.
La ruidosa ausencia de Scioli dejó una duda. ¿Funcionará el candidato oficial, en caso de llegar a la presidencia, como la propia jefa del Estado, quien abolió las conferencias de prensa, se negó a conceder entrevistas no condicionadas y alentó a sus periodistas militantes a descalificar y perseguir a los colegas que se atreven a denunciar y a criticar al poder de turno? No es un interrogante menor y, aunque a primera vista su respuesta no parezca tener ningún efecto en el resultado de las próximas elecciones, servirá para comprender qué grado de calidad institucional podrá exhibir un eventual futuro gobierno de Scioli.
Publicado en La Nación