Mauricio Macri debería enmarcar una foto de Cristina Kirchner y dejarla apoyada en su mesita de luz, para no olvidar cómo llegó a ser presidente y por qué, todavía, sigue teniendo una adhesión superior al 60%. Fue el dedo de Cristina el que impuso a Carlos Zannini como compañero de fórmula de Daniel Scioli y le impidió perforar el 40% de los votos que le habrían permitido al ex gobernador llegar a la Casa Rosada. Y fue también ella la que se encaprichó con la candidatura a gobernador de la provincia de Buenos Aires de Aníbal Fernández, y le facilitó así a María Eugenia Vidal un triunfo impensado que ayudó al ex jefe de gobierno de la ciudad a llegar a la presidencia.

Todavía recuerdo la reacción del equipo de campaña de Macri cuando se enteró de las pésimas decisiones políticas de Cristina. Las festejó como si fueran un gol de la victoria de Boca. Pero no sólo por esos enormes errores estratégicos le debería agradecer el ingeniero a la abogada exitosa. También debería agradecerle, y mucho, el enorme contraste que se puso de manifiesto anteayer, cuando Macri utilizó sólo una hora para describir la herencia recibida, esbozar un diagnóstico preciso y plantear hacia dónde quiere llevar a la Argentina. Porque fue esa comparación lo que transformó el discurso de apertura de las sesiones ordinarias de Macri en una notable pieza. Así como fueron los gritos desencajados en el recinto de la diputada camporista Mayra Mendoza y la caprichosa ausencia del diputado Máximo Kirchner lo que dejó en evidencia la locura, el infantilismo, el rencor y la intolerancia que alentó la ex presidenta como motor de su política de acumulación de poder. Puesto en términos más sencillos: Macri parece más inteligente, más sensato, más simpático e incluso un comunicador más efectivo de lo que realmente es confrontado con la ex mandataria de alocuciones interminables y autorreferenciales en las que casi nunca aparecían las palabras corrupción, inflación, inseguridad, narcotráfico y pobreza.

Los que se dejan impresionar por las formas dirán, con razón, que la capacidad oratoria, el histrionismo y la asombrosa memoria con que la ex presidenta retenía cifras y datos hacen a una y a otro incomparables, porque nadie lo hacía mejor que ella. Incluso podrán argumentar que el hecho de que la ex jefa del Estado casi no leyera sino que improvisara y hablara sin papeles ni teleprompter, y con cambiantes inflexiones de voz, dejaría a Macri chiquito, insignificante y en evidente desventaja. En efecto: el actual presidente no improvisa, lee, y así y todo a veces se tropieza con las palabras. Tampoco tiene una dicción perfecta ni un carisma notable. No se podría decir, además, que maneja al auditorio con inflexiones de voz o pausas estudiadas. Sin embargo, la gran diferencia entre Cristina y Macri es abrumadora y está en el contenido. Ella manipulaba datos. Ocultaba verdades escandalosas. Les ponía a las situaciones, los objetos y las personas adjetivos que, en los hechos, significaban lo contrario. Quizás el mayor acto fallido que delata cómo mintieron lo cometió, una vez más, Diana Conti, una de las más incondicionales de Cristina, cuando, para argumentar que la suba de precios, desde que asumió Macri, había sido escandalosa, explicó que durante la gestión anterior "la inflación, más o menos, la íbamos llevando".

¿Cómo sería eso de que la "iban llevando" si la ex presidenta jamás admitió su existencia? Pero no fue lo único que no aceptó. Tampoco reconoció la existencia del cepo cambiario. O la certeza de una pobreza cada vez más creciente. De hecho, el ex ministro de Economía Axel Kicillof un buen día decidió dejar de medirla, con la pueril excusa de que hacerlo era "estigmatizar" a los más carenciados. Mintieron porque todo lo negaron. Igual que ocultaron, sistemáticamente, el evidente el flagelo del narcotráfico, la inseguridad y los innumerables casos que transformaron a las administraciones kirchneristas en las más corruptas de la historia de la etapa democrática iniciada en 1983.

En cambio, el nuevo presidente eligió contar, por lo menos, parte de la verdad. Se podrá esgrimir que lo hizo tarde y de manera incompleta. Sin aportar datos precisos en cada una de las áreas. Pero dejó bien en claro qué fue lo que, a su entender, primó en el gobierno anterior y lo ilustró con las palabras debidas: corrupción, despilfarro e incompetencia. Y además aportó un dato nuevo y digno de analizar. Calculó que entre 2006 y 2015 el Estado recaudó casi 700.000 millones de dólares más, en términos absolutos, que durante la década de los "malditos 90".

¿Qué pasó con semejante cantidad de dinero? ¿En qué se gastó? ¿De qué manera se invirtió, si la mayoría de las rutas del país están destrozadas, la infraestructura sufrió un deterioro evidente, la educación y la salud no mejoraron su calidad, la concentración de la riqueza aumentó y la cantidad de pobres también se incrementó? ¿Cuánto fue despilfarro, cuánto negligencia, cuanto se llevó la corrupción y cuánto dinero demandó la manutención del "sistema" político?

Cuando Macri terminó su discurso, la dirigente oficialista pero crítica Elisa Carrió estaba muy impactada. No sólo porque el Presidente le había dedicado un párrafo de reconocimiento a su proyecto de ampliación de la asignación universal a la niñez. También porque sintió que les había ganado la batalla de los símbolos y la comunicación a los diputados del Frente para la Victoria que intentaron faltarle el respeto y hacerlo callar. Nunca, desde la reapertura del Parlamento que protagonizó Raúl Alfonsín, un jefe del Estado había recibido tantas agresiones verbales. La vicepresidenta Gabriela Michetti intentó que se volviera a la normalidad y los diputados cristinistas levantaron el tono todavía más. Macri, años atrás, hubiera reaccionado de una manera destemplada. Pero puso las cosas en orden con un pedido sencillo y directo: "Respeten el voto democrático". A Carrió la impresionó la reacción del jefe del Estado. "No se dejó pasar por encima. Les respondió. No les faltó el respeto, pero los puso en su lugar. De hecho, al final, quedaron arrumbados en sus bancas. Sin reacción. Sin estrategia", dijo no bien salió del Congreso.

También después del acto oficial se notó la diferencia. Pocos micros escolares. Muchos espontáneos. Casi nada de aparato oficial. Y una nueva sugerencia a todas las áreas de gobierno: no hay asueto administrativo. Ni formal ni informal. Ni de hecho ni de derecho. No se trata de una decisión "revolucionaria". Sólo parece extraordinaria porque hacía años que sucedía todo lo contrario. Tampoco es que Macri se haya recibido, de repente, de estadista. Es que fue tanto el descalabro que el contraste con su antecesora lo eleva, apenas, por encima del promedio general.

Publicado en La Nación