Jorge Fernández Díaz, el periodista y escritor que acaba de ser designado, por unanimidad, miembro de número de la Academia Argentina de Letras, tiene razón: la Argentina es un país bastante extraño. De repente, artistas de variedades, actrices, conductores de televisión y penalistas hablan de asuntos complejos de política económica como si estuvieran discutiendo sobre tácticas de fútbol. Lejos de mostrar una mínima curiosidad por los datos estadísticos o la simple lectura a conciencia de los diarios, enseguida se suben al enorme colectivo de la demagogia y tiran títulos junto a adjetivos grandilocuentes. Y si a algún invitado se le ocurre pedir la palabra para corregir una información, poner una decisión en contexto o sencillamente aportar una mirada un tanto menos superficial, lo acusan de inmediato de ser macrista o kirchnerista, pero difícilmente le permitan terminar una idea más o menos en paz.
Al mismo tiempo, ciertos conductores de ciertos programas se toman valiosos minutos para aclarar que ellos mismos son muy honestos, que rechazan a todos los políticos y que no están de ninguno de los dos lados de la grieta, mientras, en simultáneo, alimentan la confrontación con sus preguntas y consideraciones tribuneras, del tipo: "Decime por sí o por no y ahora mismo sin repetir y sin soplar si te gusta o no te gusta lo que está haciendo Macri en estos primeros seis meses".
Te proponen, en el fondo, que le pegues un tiro o lo idolatres, porque suponen que con una respuesta rápida a esa "pregunta incisiva" te van a poder ubicar mejor ya que ellos mismos no se detienen a leer más allá de los títulos. Entonces la historieta se repite una y otra vez y es en vano desarrollar una idea mínimamente completa. Como es inútil, por ejemplo, explicar porque resulta una burrada, asumir, alegremente, que Macri es sinónimo de hambre, sin detenerse a analizar de dónde venimos. No hay quien escuche, entre los rutilantes conductores, ese razonamiento. Es que no tienen tiempo ni ganas de hacerlo. Ellos prefieren repetir que los tarifazos son producto de la perversión de un jefe de Estado que ama a los ricos y desprecia a los pobres, sin recordar, antes, que el sistema energético estaba hecho pedazos y que son los subsidios a los servicios públicos los que generan la inflación. Es en vano explicarles que la inflación no nació de un repollo y que el millón y medio de nuevos pobres se explica, no solo por las políticas de ajuste de un gobierno que recién arrancó, sino debido a la bomba de tiempo que la anterior administración nos dejó, y de la que tomó cuenta la mayoría de los argentinos. Se necesita mucho tiempo y mucha paciencia para entender y hacerle entender, a cualquier lector, oyente o espectador de televisión, que la comparación que hizo el supermacho tardío Guillermo Moreno de Macri con el dictador Jorge Videla no fue espontánea. Que en verdad responde a un plan de Cristina Fernández y sus seguidores más radicales para evitar que la jefa y unos cuántos exministros y secretarios vayan presos y que para eso necesitan que al actual jefe de Estado le vaya mal. Muy mal. Casi tan mal como le fue a Fernando De la Rúa. Porque si la inflación llega a bajar, la actividad económica empieza a repuntar, los salarios comienzan a equiparar al costo de vida y las inversiones ayudan a crecer a la economía, no solo es probable que Macri sea reelecto. También es muy factible que los jueces encuentren a la expresidenta culpable de encubrimiento para lavar dinero tanto en la causa Hotesur, como en la de Los Sauces. Además es muy posible que, al final, Lázaro Báez se arrepienta y explique que el que ideó el perverso sistema de obra pública con sobreprecio y con garantía de retorno fue Néstor Kirchner y que su esposa no solo lo continuó haciendo, sino que lo acrecentó. Y si la Argentina no ingresa en un escenario de agitación social y reclamo permanente también sucederá que detrás de Cristina y Lázaro deban pagar por lo que hicieron Julio de Vido, Cristóbal López, Aníbal Fernández, José López y todos los funcionarios y exfuncionarios que se enriquecieron a costa del Estado, haciendo la vista gorda o facilitando negocios multimilonarios con dinero público. Desde el exintendente de La Matanza, Fernando Espinosa, hasta el diputado nacional Carlos Kunkel y el exjefe de la Agencia Federal de Inteligencia, Oscar Parrilli, andan en eso. Todos ellos se han juramentado que para volver, cuánto antes, y no ser detenidos en el camino, deben montarse sobre el mal humor de millones de argentinos y desde allí empezar a agitar sin prisa y sin pausa. La mesa chica del gobierno nacional y la gobernadora María Eugenia Vidal ya detectaron de donde vienen las usinas del agite. Ahora están apagando los primeros focos de incendio enviando alimentos y fondos a las zonas del conurbano donde se necesitan más.
Todo esto no significa, por supuesto, que Macri no se haya equivocado, y mucho, durante los primeros seis meses de gestión. Este análisis, políticamente incorrecto y antidemagógico, no puede ni debe dejar de lado que el tarifazo tuvo serios errores de implementación, que la designación original de dos jueces de la Corte por decreto fue un gesto de autoritarismo, que la confusión entre lo público y lo privado que todavía mantiene el Presidente debe ser denunciada una y otra vez. Y no solo en el caso del ocultamiento de la arritmia que sufrió la semana pasada. También en asuntos más sensibles, como el uso del helicóptero y la estancia del magnate británico Joe Lewis, la manera desprolija en que presentó su última declaración jurada y el silencio que mantiene el jefe de Estado mientras se lo sigue investigando por los Panamá Papers. Pero todo lo que hasta ahora se le puede achacar a esta administración y con razón parece poco si se lo compara con la megacorrupción de Estado, la mentira, los intentos de perseguir a periodistas, medios, sindicalistas y empresarios críticos con todo el aparato del Estado a su disposición, y el enriquecimiento sistemático de exfuncionarios de vergüenza como Ricardo Jaime y el exvicpresidente Amado Boudou. Los que hicieron los cálculos de la herencia del estado del Estado, determinaron que entre 2003 y 2015, quienes gobernaron hicieron desaparecer por lo menos u$s 700 mil millones, como consecuencia de sus actos de corrupción y la mala praxis con la que ejecutaron sus decisiones de gestión. Y lo peor de todo, es que los u$s 700 mil millones desaparecieron durante parte de una etapa en que la soja y los demás productos del campo hicieron ingresar a las arcas del estado miles de millones de dólares que difícilmente vuelvan a entrar de inmediato. Al contrario: la pobreza estructural se mantuvo o aumentó; la calidad de la salud y la educación siguieron bajando año tras año; el trabajo genuino se estancó a partir de 2007 y no volvió a crecer nunca más y las instituciones se hicieron más débiles, al ritmo de la prepotencia primero de Néstor y después de Cristina, quienes se movieron como si fueran retener la suma del poder por tiempo indefinido. No sé si a los artistas de variedades, conductores de televisión oportunistas y panelistas en leve ascenso quieren que a Macri le vaya mal. Más bien pienso que lo que desean es, en principio, alimentar sus respectivos egos. Quienes me preocupan, por ahora, son los pibes y soldados de Cristina para la liberación. Esos militantes que no tienen más conchabo y que temen que su líder termine igual que Milagro Sala: sola y sospechada de los peores negociados.