Cristina Fernández bajó de categoría política. Pasó de ser una ex mandataria de la república a presentarse, ya sin disimulo, como la jefa "destituyente" con mando de tropa sobre la patrulla perdida.
Los primeros signos de desconocimiento de la legitimidad del actual presidente por parte de la señora aparecieron horas antes de terminar su mandato, en diciembre del año pasado, cuando se negó a traspasarle los atributos del poder. Los analistas tradicionales analizaron la movida como una manifestación de su herida narcisista. Sólo los observadores más agudos consideraron el desplante como una señal hacia la militancia para dar comienzo a la resistencia contra la nueva "dictadura" en ciernes.
Desde ese mismo instante, y con diferentes grados de intensidad, los voceros de Cristina han estado queriendo equiparar a la administración de Macri con los gobiernos militares golpistas. Uno de ellos es Horacio Verbitsky, quien durante los años 90 fue valorado como un periodista lúcido y ahora parece haber perdido la chaveta. Su última y enrevesada teoría resulta descabellada hasta para los mismos lectores que lo siguen. Según Verbitsky, el programa de Macri es el que siempre pretendió imponer el "Partido Militar", sólo que ahora aparecería enmascarado "detrás de los votos". Es de esperar que Verbitsky no siga sacudiendo el avispero como lo hizo años atrás en una escalada que, más allá de su responsabilidad, culminó con el intento de copamiento del regimiento de La Tablada por parte de algunos delirantes que interpretaban los editoriales del escriba como una verdad revelada.
Los demás miembros de la patrulla perdida tienen en común una particularidad: pueden ser impresentables o inescrupulosos y, en algunos casos, ambas cosas a la vez. Pensemos en Fernando Esteche, Luis D'Elía, Amado Boudou, Guillermo Moreno y Rodolfo Tailhade, un ñoqui de la vida que acaba de encontrar conchabo en el kirchnerismo más radical. Esteche, además de su pertenencia al oscuro grupo Quebracho, siempre fue sospechado de pertenecer al inframundo de los servicios. D'Elía, quien alguna vez debería explicar su ferviente apoyo al controvertido memorándum de entendimiento con Irán, acaba de colgar -y de bajar casi de manera instantánea- un llamamiento a participar en cualquier protesta pública contra el Gobierno, cualquiera sea su naturaleza. Boudou podría ser considerado un arribista que se suma a la más delirante aventura con tal de demorar la condena por los graves delitos de corrupción que cometió. Moreno, con la sutileza que lo caracteriza, sentenció que para él Macri es todavía peor que el dictador Jorge Rafael Videla. Y, como si esto fuera poco, es socio, en una panchería, del general César Milani, sospechado de haberse quedado con sofisticados equipos de inteligencia que sirven para escuchar conversaciones privadas. Contra Tailhade se presentaron decenas de causas penales. Algunas por ocupar dos cargos públicos al mismo tiempo, otras por amenazas, a través del curioso método del escrache vía Facebook, con el agravante de haberlo hecho mientras era el responsable de la Inspección General de Justicia. En marzo de 2015, la revista Noticias lo incluyó en una lista de militantes de La Cámpora que habían entrado con Oscar Parrilli en la ex SIDE. Ahora, el diputado, quien además es integrante del Consejo de la Magistratura, se la pasa haciendo denuncias que tarde o temprano terminan siendo desestimadas.
¿Por qué es relevante detallar la trayectoria de los nuevos gladiadores de Cristina? Porque nunca ella estuvo peor rodeada que ahora. Y porque son las organizaciones que la apoyan de manera incondicional las que participaron en los ataques contra el Presidente y la gobernadora María Eugenia Vidal en Mar del Plata. Las mismas que diseñaron la página "Resistiendo con aguante" y que incluyeron, en una de sus "secciones fijas", un botón que decía "Escraches" y anticipaba todo el cronograma de actividades oficiales del jefe del Estado. Todos comparten el discurso destituyente que repite, por ejemplo, Hebe de Bonafini cada vez que habla en público. Esto es: la mayoría de la gente se muere de hambre desde diciembre del año pasado; decenas de millones de argentinos se quedaron sin trabajo de la noche a la mañana; hay que salir a la calle a resistir antes de que la Argentina desaparezca.
Cristina Fernández podría desmentir la creciente sospecha de que está interesada en que a este gobierno le vaya mal con el sencillo método de salir a repudiar los ataques contra su sucesor. O aclarando que comparte muchas de las cosas que vociferan D'Elía, Bonafini o Moreno, pero que su compromiso con el sistema democrático es irrevocable. Aun cuando es incomprensible por qué la ex presidenta no sale a explicar cada una de las imputaciones que le hacen los fiscales y los jueces, podría llegar a entenderse que ella hable de persecución, para ganar tiempo. Pero ¿por qué no condena la violencia? ¿Por qué usa, para defenderse, audios de conversaciones privadas que tienen más perfume al submundo de los espías que a una metida de pata de un fiscal federal?
Es verdad que la mala implementación de la suba de tarifas, cuya responsabilidad es del Presidente, y la torpeza de algunas de sus declaraciones, como el "no tengo idea" sobre el número de desaparecidos o la denominación de "guerra sucia" a lo que se debe llamar terrorismo de Estado, ayudan a crear el caldo de cultivo para el enrarecimiento del clima político. Es cierto, también, que el costo de vida subió, el desempleo aumentó, el consumo cayó y la actividad económica todavía no arranca. Pero más allá de que no esté de acuerdo con el modelo económico de Macri, ¿por qué no sale a relativizar el discurso incendiario y cuasi golpista de muchos de los dirigentes que se referencian en ella? ¿Por qué no les trasmitió a sus seguidores que lo de Hebe calificando a Macri de "hijo de puta" es tan repudiable como los calificativos de "yegua" que le propinaron durante su mandato argentinos menos representativos que la presidenta de las Madres?
El silencio de Cristina ante los exabruptos de sus incondicionales es una jugada destituyente. Si todavía no es peligrosa se debe a la poca envergadura política e intelectual de quienes fantasean con un final anticipado. Ella y su hijo Máximo deberían confesar lo que se esconde detrás de tanto agite: el miedo de ser condenada e ir a la cárcel como jefa de una asociación ilícita que robó fondos del Estado y facilitó el lavado de dinero.