Mauricio Macri pensó que gobernar y mantener a la mayoría de los argentinos más o menos satisfechos iba a ser más fácil. Que sus votantes, primero, y una buena parte de quienes eligieron a Daniel Scioli, con el tiempo, iban a terminar comprando "su receta de país" de manera integral. Creía Macri que la economía tenía que empezar a funcionar bien casi inmediatamente después de asumir, porque el cambio de expectativas iba a ser casi instantáneo. Consideraba que la transformación cultural de un país desquiciado a otro normal se iba a ir dando paulatinamente, pero de manera fluida. Que la "normalidad" se iba a ir sintiendo al mismo tiempo que la baja de la inflación, que esperaba para abril o mayo.
Tuvieron que pasar más de nueve meses para que el Presidente empezara a comprender, cabalmente, dónde está parado. Ahora parece que sus viajes al exterior le están permitiendo hacer un diagnóstico más preciso y menos triunfalista. Él, que tenía previsto pasar a la historia como el primer presidente del siglo XXI, ahora ve que una buena parte de la sociedad todavía no pudo salir del siglo XX. Es más: los 12 años ininterrumpidos de kirchnerismo, sostiene, fueron determinantes para convalidar el estancamiento y generar un atraso en la educación y la cultura todavía mayor. Una mezcla explosiva de corrupción e ineficacia.
Algunas postales de la vida cotidiana de la Argentina explican la relativa decepción del jefe del Estado. No hay muchos países en el mundo donde alguno de los siete sindicatos que participan de la actividad aerocomercial se atrevan, de manera sorpresiva e inconsulta, a dejar sin volar a decenas de miles de personas. No hay muchos países serios donde el abolicionismo tenga tanto éxito como en la Argentina. En especial en sus distritos más grandes, como en la provincia de Buenos Aires. Ladrones y asesinos, convengamos, existen en todas partes. Lo que es difícil de encontrar son tantos asesinos y tantos ladrones saliendo en libertad días después de haber perpetrado el hecho. Y también son difíciles de encontrar, en el mundo, tantos abogados, fiscales y jueces dispuestos a defender la idea de que los que delinquen deben gozar de los mismos derechos que quienes no lo hacen.
Protestas callejeras, reclamos por el salario y las condiciones de trabajo se repiten en todas las ciudades. Lo que no se ve mucho a nivel internacional es que todos los días, a toda hora, organizaciones políticas, sociales o sindicales corten calles y avenidas e impidan el libre tránsito al resto de los transeúntes y los automovilistas. Y estoy hablando de países con gobiernos de izquierda y de derecha. Con Estados más presentes o menos presentes.
Tampoco hay tantos lugares en el mundo donde la dirigencia empresaria y la dirigencia sindical, en términos generales, sea tan mezquina, corporativa y oportunista. Con formadores de precios que son remarcadores seriales y con sindicalistas acostumbrados a apretar a presidentes no peronistas y a negociar a partir de intereses personales o ventajitas políticas. En el mundo del siglo XXI, la mayoría de las grandes corporaciones está en crisis. En la Argentina, en cambio, no sólo muchas de ellas gozan de buena salud, sino que coexisten con nuevas y modernas "minicorporaciones" que pelean por sus puros intereses y no les importa nada más.
Para ponerlo de un modo directo: a las corporaciones clásicas, como la Iglesia, los sindicatos, la prensa tradicional y los empresarios, ahora hay que agregar a los gobernadores; la dirigencia política en general; una buena parte de los empleados estatales de las administraciones nacional, provincial y municipal; los dirigentes del fútbol y el submundo que los rodea; los fiscales; los jueces; los maestros de escuelas públicas y los de colegios privados; los padres que agreden a los maestros para "defender" a sus hijos; la policía que sobrevive; la policía que delinque y coimea; los piqueteros; los punteros; las "cooperativas de trabajadores"; los taxistas; los colectiveros y los dueños de los colectivos, y los taxis, por supuesto, quienes muchas veces, igual que los gremialistas y los empresarios, operan en ambos lados del mostrador. No estoy diciendo que no tienen derecho a reclamar o presionar. Estoy diciendo que casi siempre ponen sus intereses por encima del interés general.
Quizá Macri, optimista como es, pensó que con un poco de buena onda y arreglando cuatro o cinco grandes problemas de la política económica iba a dar vuelta el país como una media, pero la verdad es que todavía no sucedió. Y es difícil que vaya a suceder en el corto o el mediano plazo. Van a pasar muchos años para que la población adulta de la Argentina comprenda, por ejemplo, que no es viable un país cuyos habitantes no pagan por la energía y el transporte lo que valen. Que no se puede pensar en un futuro más o menos normal con generaciones de argentinos que no saben lo que significa trabajar, en vez de recibir la limosna de los planes sociales. Que no se puede borrar de la noche a la mañana la cultura de la violencia, la mentira y el igualismo. Que desarmar la maquinaria que saqueó el Estado va a demorar más que un turno de gobierno. Que desandar el camino que transformó a la república en un enorme territorio con decenas de miles de máquinas tragamonedas, casinos, bingos y loterías va a demandar mucho más tiempo que el que tardaron Néstor Kirchner, Daniel Scioli y otros gobernadores e intendentes en hacer multimillonarios a sus amigos del juego. Que controlar el crecimiento exponencial del narcotráfico y la inseguridad en todas sus variantes va a tardar quizá más de lo que se demoró en instalarse, expandirse y volverse incontrolable.
El entonces presidente Raúl Alfonsín intentó desarmar el monstruo al que Carlos Menem y quienes lo sucedieron siguieron alimentando gobierno tras gobierno, pero las corporaciones de entonces, la impericia de muchos de sus altos funcionarios y su propia tozudez lo hicieron renunciar de manera anticipada.
Macri tiene todavía una gran oportunidad, pero lo peor que puede hacer es hacer concesiones. Lo mejor que puede hacer, en cambio, es dejar en evidencia a quienes manejan las distintas orgas sectoriales y se ponen por encima del bien común. A muchos de ellos, el Presidente los conoce de memoria. Estuvo de su lado, como dueño de un importante conglomerado, mientras su padre le sacaba al Estado todo lo que podía. Y tuvo enfrente, discutiendo mano a mano con algunos de los mismos sindicalistas que hoy tienen más de 30 años al frente de sus gremios. Muchos de ellos alientan el próximo paro general, agazapados detrás del reclamo legítimo y justo de mejor salario. Si el Presidente no empieza a diferenciar entre los trabajadores y los sindicalistas empresarios, va a tener los mismos problemas que Alfonsín 33 años después.