Si fuera por el presidente Mauricio Macri, ya habría mandado a los gordos de la CGT a la miércoles. Y lo mismo habría hecho con los formadores de precios que siempre tienen un argumento a flor de labios para remarcar. Y les hubiera cantado las cuarenta y unas cuántas más a los hombres de negocios que lo aplaudieron en el coloquio de IDEA pero no fueron capaces de enfrentar ni a Néstor Kirchner ni a Cristina Fernández ni a Guillermo Moreno en el momento en que lo tenían que hacer. Son los mismos que ahora sostienen que, para invertir, es decir, para sacar dinero de su propio bolsillo a la espera de obtener algo de rentabilidad en el mediano o el largo plazo, necesitan, todavía, más señales concretas. ¿Qué señales? Como mínimo, un nuevo triunfo de Cambiemos en las elecciones legislativas del año que viene. O una garantía de que los legisladores del Frente para la Victoria, el peronismo no kirchnerista y el Frente Renovador no van a volver a impulsar leyes antiempresarias o antiinversión.
Macri los conoce demasiado bien. Les pide que se sumen al cambio pero sabe que son parte del problema. Por un momento el jefe de Estado pensó que iban a apostar fuerte a favor de su Gobierno. Supuso que su sola presencia iba a ser garantía para la construcción de un modelo del siglo XXI. Pero, a poco de andar, confirmó lo que había sospechado: los dirigentes empresarios argentinos no son una burguesía de negocios, como en Brasil o Australia, sino una corporación más que, al igual que los dirigentes sindicales eternos, apuestan más al salvase quien pueda que al futuro del país. "El principal error que cometí desde que asumí como Presidente es el de querer hacerlo todo de un tirón, como si la sociedad estuviera preparada para asimilarlo, comprenderlo y apoyarlo", dijo a un hombre de su confianza. El aumento de tarifas es el ejemplo más evidente, pero no el único. El jefe de gabinete, Marcos Peña, tiene un diagnóstico más psicoanalítico: reconoce a Macri como un presidente muy ansioso; como alguien demasiado entusiasmado por acortar el camino del desarrollo y el crecimiento, por más que el tránsito sea doloroso e impopular. Cuando Mauricio regrese de Roma, le volverá a pasar lo mismo que cada vez que vuelve de un viaje fuera de la Argentina desde países donde los negocios globales son moneda corriente. En Italia, como en Estados Unidos, en Alemania o en China, los líderes del mundo y los hombres de negocios le endulzan los oídos. Lo consideran el Presidente de la región más moderno y menos contaminado por el virus del populismo. El populismo de izquierda y el de derecha. El de Nicolás Maduro en Venezuela y el de Donald Trump en los Estados Unidos. Depositan en él expectativas desmesuradas. Le hablan de Vaca Muerta, del potencial de las energías renovables, la minería y todos los recursos naturales del país. Pero cuando llega y comprueba que la Argentina es el país más atrasado de Latinoamérica en infraestructura y va camino a transformarse en uno de las peores naciones en calidad de educación, con una pobreza estructural que no desaparecerá de la noche a la mañana, se siente más agobiado que de costumbre. Y a veces, cuando el cansancio le gana al optimismo, se pregunta: ¿Se puede gobernar en estas condiciones un país como la Argentina? En estas condiciones, significa: con un nivel de pobreza e inseguridad tan altos, con una clase dirigente que solo se mira el ombligo y con una opinión pública tan volátil que parece estar perdiendo la paciencia demasiado rápido, y demanda en cinco minutos las soluciones sobre problemas que el gobierno anterior alimentó metódicamente durante los últimos doce años. Pero entonces, como buen ingeniero, vuelve a mirar para atrás y para adelante. Revisa el camino recorrido y la fecha límite de octubre del año que viene. Llama a sus ministros y pregunta, contrariado. "¿Por qué siguen hablando de los brotes verdes y todavía ni aparecen los datos duros del crecimiento? ¿Por qué cada tanto me llaman mis amigos para decirme que tenga cuidado con un nuevo rebote de los precios al consumidor?". El Presidente no cuenta con un superministro de Economía porque, igual que Néstor Kirchner, el verdadero ministro de Economía es él. Macri no tiene problemas en escuchar, en persona, a economistas de centroizquierda ni de centroderecha. Tampoco tiene inconvenientes en escuchar a alguien a quien, en algún momento, pensó como su propio ministro de Economía, como Roberto Lavagna. De hecho, el propio Lavagna tiene una opinión muy elogiosa del Presidente. El ex ministro no tiene empacho en admitir, por ejemplo, que el jefe de Estado no solo escucha con atención. También hace caso a algunas de sus sugerencias. Lavagna cree, de hecho, que Macri no compra cualquier idea. Y que el principal problema de su política económica no es él, sino el presunto dogmatismo de quienes manejan, desde sus respectivos ministerios, algunas de las variables de la economía. ¿Se estará refiriendo al ministro de Hacienda, Alfonso Prat-Gay, al presidente del Banco Central, Federico Sturzenegger; al ministro Francisco Pancho Cabrera; al de Transporte, Guillermo Dietrich, o al de Interior, Rodolfo Frigerio?
Al ala política del Gobierno, para colmo, la contagia la ansiedad. Desde el Presidente de la Cámara de Diputados, Emilio Monzó, hasta su primo, Jorge Macri, subrayaron la variable de las encuestas que mide las expectativas. Allí, más allá del descenso de la imagen positiva del Gobierno y del propio Presidente, se empezó a detectar una caída de la idea de que todo tiempo futuro será mejor. Ese, que se consideraba el principal capital político de Cambiemos de cara a las elecciones de octubre, es el dato clave que mide la paciencia del elector. Es decir: el momento justo en que el ciudadano deja de responsabilizar al Gobierno anterior por la herencia recibida para empezar a culpar al Gobierno actual por las cosas que no hace, o considera que hace mal. "¿Cuándo se van a terminar de dar vuelta las variables económicas?", pregunta el Presidente a su jefe de gabinete. "Paciencia", le responde Peña. "Vamos a llegar bien o muy bien a las elecciones de octubre del año que viene". Macri, que viene de escuchar al Papa Francisco y ruega terminar el año sin un paro nacional, quiere ver para creer. Sabe que hay un tercio de la Argentina que no lo quiere y no confía. Y la mitad de otro tercio que está a punto de bajarle el pulgar.