El Presidente Mauricio Macri está a mitad de camino entre lo que quiere para el país y lo que efectivamente logró durante su primer año de gestión. También es consciente de que los argentinos, en las últimas elecciones, no le dieron el mandato de transformar profundamente a la Argentina. Apenas lo eligieron para cambiar la forma de hacer política, hartos del estilo de patota y de mentira constante del kirchnerismo y sus variantes más extremas e impresentables.
Si fuera por su puro deseo, abriría la importación para bajar el precio de las computadoras argentinas, que son las más caras de Latinomérica. Lo haría sin descuidar los puestos de trabajo en la industria nacional, pero no dudaría. Si dependiera de su única voluntad, modificaría los convenios de trabajo de cada uno de los sectores que impiden el crecimiento del empleo y espantan a los inversores con deseos de desembarcar en la Argentina.
Este fin de semana tenía ganas de hablar de esas cosas. Disfónico por un pólipo que le apareció en las cuerdas vocales después de haber levantado demasiado la voz durante un juego de cartas en el que aprovecha para descargar tensión con sus amigos novatos en el bridge, primero pensó que lo que tiene en la garganta era producto del estrés. Pero enseguida los profesionales le diagnosticaron un pólipo producto de haber forzado el tono. Lo van a intervenir durante los últimos días del año para hacer coincidir el posoperatorio con el descanso.
Volverá a pasar sus vacaciones de 10 días en la Patagonia, como lo hizo durante los últimos años. Dice que no está estresado ni enojado. Que no está enojado con Sergio Massa de forma personal, sino porque considera que le está haciendo daño al país. Cree que, al final, Cambiemos y el Gobierno van a salir fortalecidos después de la presentación del proyecto de Ganancias de la oposición en la Cámara de Diputados. Piensa que la imagen virtual del líder del Frente Renovador, con Axel Kicillof y el mamarracho que presentaron en la Cámara Baja, va a perjudicar a Massa más que poner en evidencia los problemas del Poder Ejecutivo para imponer sus posturas. Argumenta: los capitales del mundo que miran hacia la Argentina no son tontos; se preguntan por qué razón un congreso que hace un par de semanas aprobó un presupuesto que incluía una meta de déficit a la baja, ahora impulsa un proyecto que lo hace subir; se preguntan qué seriedad puede tener un Estado que a principios de año quita las retenciones a las mineras, a pedido de las provincias, para favorecer a las economías regionales, y a fin del mismo año intenta retrotraer la medida; se preguntan por los convenios colectivos de trabajo y por la verdadera vocación de la Argentina de entrar en sintonía con el resto del planeta con gobiernos más o menos racionales.
Todos los días, el Presidente se entera de las excentricidades más peculiares. La semana pasada se enteró, por ejemplo, que los pilotos de Aerolíneas Argentinas lograron una conquista social sin parangón en el mundo.
Se trata de una licencia de dos días con goce de sueldo por cumpleaños. Cuando preguntó por qué de dos días le explicaron: para descansar después del festejo. Ahora quiere saber cuánto le cuesta a cada argentino financiar la conquista de derechos de algunos trabajadores de la aerolínea de bandera. Igual, el Presidente es optimista. Cree que el nuevo convenio que se aprobó para los trabajadores del área de Vaca Muerta con el sindicato de Gas y Petróleo de Río Negro Neuquén y La Pampa, del cual es secretario Guillermo Pereyra, está más acorde con el siglo XXI.
Macri piensa, además, que la jugada del Frente Renovador ensanchó la grieta entre Massa y gobernadores como Juan Manuel Urtubey, Juan Schiaretti y Sergio Uñac. Descuenta que la "liga de gobernadores racionales" se terminará enfrentando al ex intendente de Tigre por dos razones básicas. La primera: su proyecto de ley de Ganancias desfinancia a sus provincias y las pone al borde del colapso. La segunda: el proyecto político personal de la mayoría de los gobernadores racionales incluye que le vaya bien a Macri, porque no están preparados todavía para competir en el próximo turno presidencial.
Después de un año de gestión, el Presidente ya aprendió la lección. Respetará el protocolo presidencial para asuntos vinculados con sus viajes, su descanso y su salud. No generará expectativas desmesuradas sobre la baja de la inflación y el crecimiento de la economía. No enviará al Parlamento proyectos de ley sin antes lograr un acuerdo sobre su aprobación, aunque ese entendimiento implique modificaciones a su idea original. No subestimará a los dirigentes kirchneristas que siguen operando en las sombras para intentar que no culmine su mandato. Seguirá dando todas las herramientas y toda la información, desde el Estado, para que las causas de corrupción continúen avanzando, aunque no comparte ni el ritmo ni la manera en que fiscales y jueces manejan algunas de ellas. No volverá a cometer el error de recibir a Daniel Scioli en la quinta de Olivos porque ahora está convencido de que, en su afán de llegar a la presidencia, hizo cosas tan graves como las que denuncia Elisa Carrió e investiga el fiscal Alvaro Garganta.
En su primer año de educación presidencial, dice, aprendió casi tantas cosas como durante todo su mandato como jefe de gobierno de la Ciudad, pero sobre todo una, que antes no tenía tan clara. Muy pocos integrantes de lo que a la manera clásica se podría denominadar corporaciones están dispuestos a dejar de lado sus ventajas y privilegios a favor de los intereses del resto de la sociedad. El Presidente opina que así como se la está acabando a él y a sus ministros el propio tiempo para aprender y equivocarse, los empresarios, sindicalistas, el sistema judicial y el de medios van a tener que empezar a adecuarse a las nuevas reglas de juego.
Analiza el jefe de Estado que hay una parte de la sociedad que está madurando más rápido que la clase dirigente. Y que eso, al final del camino, le va a terminar jugando a favor. En el mediano y largo plazo. Y también para las elecciones legislativas del mes de octubre del año que viene.