Odio. Rencor. Resentimiento. La idea de que un presidente puede apropiarse del Estado y usarlo para su conveniencia personal. Desde el dinero público hasta los jueces federales. Desde el Instituto de Estadísticas y Censos (INDEC) hasta la Administración Federal de Ingresos Públicos (AFIP) y la Secretaría de Inteligencia (SIDE). Desde la publicidad oficial y la televisión pública hasta el negocio del fútbol. Desde los planes sociales y de vivienda hasta los aviones oficiales y privados, pero pagados con dinero público. Y, por sobre todo, el dogma de que todos son enemigos si no apoyan el proyecto del ex presidente y no obedecen sus instrucciones.
Esa es la herencia política que dejará el kirchnerismo cuando Cristina Fernández termine su mandato, el año que viene. Y es probable que sus efectos perduren más allá de los siete años de gobierno que se inició, con el apoyo incondicional de la abrumadora mayoría de la sociedad, en mayo de 2003.
La negativa a concurrir a la reapertura del Teatro Colón es apenas una muestra más de esa cultura política. Cultura que también contaminó a Mauricio Macri, quien usó mal la ironía al definir como “consorte presidencial” al marido de la jefa de Estado y admitir que no se sentiría feliz de estar sentado al lado de quien supone le armó una causa judicial para destrozar sus aspiraciones políticas. Consorte significa cónyuge y también se usa para indicar que la persona comparte el título por matrimonio. Pero tiene otra acepción: persona que conjuntamente con otra es responsable de un delito. ¿El jefe de Gobierno de la Ciudad usó “consorte” como sinónimo de “delincuentes”?.
¿Aprovechó Cristina Fernández para confirmar lo que de todos modos tenía pensado hacer, como lo será no asistir al cumplimiento de una de las promesas más anunciadas por su adversario político? ¿Es verdad que no concurrirá porque nadie le garantizó que no sería chiflada, como sucedió durante pocos minutos a las 19:45 del sábado frente al Cabildo, cuando el secretario de Cultura Jorge Coscia la nombró? Es cierto: después de la reprobación vinieron los aplausos, en una suerte de derecho a réplica. Sin embargo, tanto una reacción como la otra sirvieron para confirmar que la estrategia amigo-enemigo no beneficia a nadie. Ni a los kirchneristas que la propician ni a los opositores que responden con la misma moneda. Y mucho menos sirve para construir una sociedad mejor donde el intercambio de ideas y la tolerancia prevalezcan por sobre los insultos y las descalificaciones.
¿A quién le conviene que Julio Cobos sea apartado del protocolo oficial? Es cierto que su posición de primero en la línea sucesoria y precandidato a presidente opositor es insostenible y criticable pero, ¿por qué darle a esa conducta ambigüa más relevancia de la que tiene excluyendo al Vicepresidente de cada uno de los actos oficiales? ¿Cuál es la razón verdadera por la que no se invita a la cena de gala a Carlos Menem, Fernando de la Rúa y Eduardo Duhalde? ¿Acaso Néstor Kirchner y la Presidenta suponen que los votantes no saben diferenciar una foto protocolar de la promiscuidad política? Cuando asumió Barack Obama, y compartió varias horas de protocolo con su antecesor George Bush, nadie leyó en ese gesto algo más que no fuera respeto por las instituciones de la democracia. Promiscuidad política, por citar un solo caso, es el reciente trueque entre Menem y el bloque oficialista en el Senado. A uno le permitirá conservar sus fueros en caso de ser condenado y a los otros les posibilita contar con otra voluntad para apoyar o rechazar los proyectos de ley que le importan a Kirchner.
Los miles y miles de argentinos que se volcaron a las calles para festejar tienen una valoración un poco más cabal de lo que significa La Historia. Intuyen que Cristina Fernández, Macri, Cobos y los ex presidentes son una circunstancia en un momento determinado. Y se ponen por encima de todos ellos.
Publicado en El Cronista