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En una de sus más recordadas frases de cabecera, el expresidente Eduardo Duhalde dijo: “los argentinos estamos condenados al éxito”. Bien intencionado pero chauvinista, sostenía que no había manera, de destruir a este país tan rico. Parece que sí. Setenta años de políticas erradas, y desde la restauración democrática, 37 del peronismo, interrumpido por tres gobiernos no peronistas, que tampoco pudieron, y a los que el peronismo les hizo la vida imposible, dieron como resultado uno de los países con más pobreza en el mundo: casi 19 millones sobre un total de 45 millones de habitantes.

Hay muchas e interesantes lecturas para hacer sobre el fallo de la Corte de ayer. Pero una de las más urgentes es que la agenda personal y mezquina de Cristina Fernández la hace chocar contra la pared, daña al gobierno y también al país. Si cualquier observador neutral se detuviera en las cifras de la pandemia y la economía de la Argentina se preguntaría, con razón “¿Por qué el Poder Ejecutivo tiene tanta urgencia en inmiscuirse en asuntos del sistema judicial en el medio de una constante devaluación de la moneda, el aumento de la pobreza, la desocupación y cuando el país se encamina a la cima de las naciones con más muertos y contagiados por Covid-19?”.

Hoy, la Corte Suprema empezará a tomar una decisión transcendental: la de poner límites o no a la pretensión de la vicepresidenta Cristina Fernández de colonizar, de hecho, todo el sistema judicial. Aunque la mayoría de los cinco jueces terminen decidiendo tirar la pelota afuera, o ponerla debajo de la suela, como escribió hoy Claudio Savoia, tarde o temprano, se verán obligados a decidir.

El método para evitar que la vicepresidenta se lleve el mundo por delante no puede ser una suerte de escrache en los domicilios de los miembros de la Corte Suprema de Justicia. Las intenciones finales pueden ser buenas, pero si se avanza desde el punto de vista físico, los que dicen defender la República se transforman en lo que no quieren para sus hijos: autoritarios que buscan imponer sus ideas de cualquier manera.

En la emisión de hoy de La Cornisa TV por la señal La Nación Mas, Luis Majul presentó una columna editorial con el siguiente título: "O Alberto Fernández y Cristina Kirchner cambian, o se ponen el gobierno de sombrero". A continuación el video completo:

En el último párrafo de la nota de Sergio Berensztein de hoy, en La Nación, quizá se encuentre la respuesta más clara al actual estado de cosas. El politólogo escribió: “la cuarentana pudo haber sido, al menos en parte, otra heterodoxa manera de contener la escalada inflacionaria y la corrida cambiaria. De tapar el sol con la mano”.

Mauricio Macri y Juntos por el Cambio quedaron a mitad de camino. No pudieron instalar, por la vía del convencimiento, un cambio cultural. No lograron estabilizar ni hacer crecer la economía. Los avances en las investigaciones de los escandalosos casos de corrupción son mínimos y dependen, ya no de un sistema transparente, sino de la voluntad de los jueces.

En un mundo civilizado, nadie tiene la suma del poder. Y menos la tiene, alguien que ganó las elecciones con una diferencia de siete puntos porcentuales. En las democracias occidentales, la división de poderes no es una abstracción. Existe de verdad. En la Argentina, que, como todos sabemos es un país exótico, parece que una vicepresidenta puede hacer y decir lo que se le antoja, ponerse incluso por encima de la ley, solo porque tiene mayoría simple en el Senado y porque sus incondicionales no se atreven a contradecirla.

En la emisión de ayer del programa Mirá (lo que te digo) por la señal La Nación Más, Luis Majul presentó una columna editorial con el siguiente título: El peor momento de un Gobierno al que le quedan más de tres años de mandato. A continuación el video completo del comentario:

Desde que apareció el COVID, el mundo no parece un lugar tan lindo ni cómodo para vivir. Pero la Argentina, todavía, lo es menos. Hoy, para sintetizar el nuevo sueño del gobierno argentino, Luciano Román escribió en la Nación que la Argentina se ha transformado en un país con movilidad social descendente.