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La transición desde la locura política del gobierno que terminó a la ‘normalidad’ que pretende instaurar Mauricio Macri está repleta de inconvenientes.

La no renovación de cerca de 8000 contratos públicos sobre los 30.000 o 40.000 que se firmaron en los últimos días de Cristina Fernández entre gallos y medianoche no debería considerarse como una medida injusta, sino como la consecuencia directa de decisiones previas demagógicas e irresponsables. Está claro que ningún organismo del Estado puede funcionar como reservorio de la militancia. Así como ninguna economía sana puede crecer en base a la multiplicación interminable del empleo público. Sin embargo, si todos los días aparece una noticia sobre ‘nuevos despidos’, es probable que la mayoría de quienes no votaron a Cambiemos y aún muchos de los que sí lo hicieron, confundan esta política de retorno a cierta normalidad con un ajuste clásico, hecho y derecho.

La suba de la tarifa de la electricidad, que en la mayoría de los casos se multiplicará por seis, no se podría entender si antes no se recuerda que los precios estuvieron casi congelados durante 12 años, y que esa decisión facilista le provocó al país una pérdida de más de u$s 50.000 millones. Se trata de una parte de los subsidios que explican no solo el déficit fiscal sino también la alta inflación. El Gobierno se esmera en explicar que el tarifazo no lo es todo. Que habrá una tarifa social para cerca de 1 millón de usuarios y que el ahorro de energía será ‘premiado’ con descuentos de hasta el 20% en el precio final. El propio ministro Juan José Aranguren insiste: "Es esto o el colapso del sistema. Es esto o los cortes casi continuos". Los responsables de la comunicación estratégica de la Presidencia difundieron la tabla comparativa de tarifas eléctricas de todas las provincias. Los usuarios de Córdoba y Santa Cruz, por citar a solo dos provincias, pagaban hasta ahora, dos, tres y hasta cuatro veces más que los usuarios de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires y la provincia de Buenos Aires.

Pero el problema de fondo es cultural. Porque hasta ahora, en más de la mitad del país, la energía, uno de los bienes más caros del mundo, casi se regalaba. Muchos porteños y bonaerenses estaban acostumbrados a usar el aire acondicionado a 17 grados, mientras dejaban la ventana abierta, la plancha encendida, el lavarropas andando, el lavavajillas en funcionamiento y la computadora prendida durante toda el día. ¿Cómo cambiar semejante rutina despilfarradora de la noche a la mañana? ¿Y cómo convencer a la mayoría de los argentinos, uno de los electorados más volátiles del planeta, de que ese trata de una decisión que, en el mediano plazo, terminará beneficiando a todos? Porque lo que se ve en la superficie, ahora, es un impacto directo sobre el bolsillo de millones de consumidores. Por más que la actualización de la boleta de la luz pueda ser el equivalente a dos pizzas grandes de muzzarella, como calculó el ministro de Hacienda Alfonso Prat Gay.

Y lo que provoca el incremento de tarifas, es, entre otras cosas, el aumento del índice de inflación, más cerca del 30% anual que de entre el 20 y el 25% que vaticinó el Presidente. Sería todo más fácil si los formadores de precios no se hubieran anticipado a la devaluación y los súper e hipermercados hubiesen acompañado la baja del precio de la hacienda. O si los grandes sindicatos, incluidos los docentes de la provincia de Buenos Aires, hubieran acordado una paritaria por debajo del 30%, como un gesto para bajar las expectativas inflacionarias y empezar a transitar el círculo virtuoso de crecimiento con estabilidad de los precios de la economía.

Pero Macri está lidiando con un ‘círculo rojo’ que aplaudió el cambio de Presidente, pero quiere seguir manteniendo los privilegios de siempre. (Esto incluye a empresarios, sindicatos, dueños de medios y también periodistas) .Y también está lidiando con una buena parte de la sociedad que solo aspira a cambiar el celular, el televisor y tener dinero en el bolsillo aquí y ahora, en detrimento de una educación y una salud de mejor calidad.

Por otra parte, muchos argentinos analizan con cuidado el emblemático caso de Milagro Sala. Amagaron con excarcelarla como responsable de haber organizado actos de violencia y tumulto pero la dejaron detenida, ahora acusada de defraudación al Estado y asociación ilícita. ¿La están persiguiendo o le están haciendo pagar por delitos que venía cometiendo desde hace años? El gobernador de Jujuy, Gerardo Molares, juró y perjuró que él no instruyó al fiscal y al juez para que Sala permanezca en la cárcel, aunque reconoció que está aportando elementos a la denuncia sobre malversación de fondos públicos en la construcción de viviendas sociales. Macri respaldó a Morales, pero insistió en la idea de que no se va a inmiscuir en las decisiones de ningún juez, ni en contra ni a favor de sus amigos o sus adversarios políticos.

El Presidente ya demostró que no es Fernando De la Rúa, como sospechaban millones, ni tampoco Néstor Kirchner o Cristina Fernández, como temían otros tantos. Macri no es De la Rúa porque primero pegó y ahora negocia, como en el caso de los nombramientos por decreto de dos jueces de la Corte. Y no es Néstor ni Cristina porque ellos jamás reconocían un error. En cambio el nuevo jefe de Estado es capaz de reemplazar un decreto por otro o una decisión por la contraria como en el caso de la coparticipación para la Ciudad o la participación de los canales privados abiertos en la transmisión del Fútbol para Todos.

En las encuestas cualitativas que se hicieron para la campaña, Macri era visto como un hombre bien preparado para gestionar. Al mismo tiempo la mitad de los consultados lo consideraba como un líder que podía mejorar la vida de las personas, y la otra mitad desconfiaba de él. Tenían miedo de que los defraudara. De que gobernara solo para los ricos. Ahora Jaime Durán Barba le pide, casi todos los días, que no siga produciendo noticias que se puedan interpretar como una política global de ajuste. Cita el caso de su amigo, el expresidente de Bolivia, Gonzalo Sánchez de Lozada, ahora prófugo de la justicia, para explicar que ningún presidente que empezó ajustando terminó bien su mandato.

Pero Macri está demasiado apurado en llegar a principios de marzo con la mayoría de los deberes hechos. Porque sabe que a partir de esa instancia, todo será más difícil todavía. Se empezarán a pagar los aumentos de tarifas. Deberá discutir con el Parlamento la mayoría de las leyes.

Las noticias sobre los despidos y las paritarias se multiplicarán de manera exponencial. Y los periodistas y los medios empezarán a dar por terminada la luna de miel, un poco antes de los primeros 100 días. "Este es un momento crucial. O prevalecemos sobre el viejo sistema político o va a ser muy difícil cambiar en serio la mentalidad de los argentinos ventajeros y que esperan todo del Estado", reflexionó el Presidente, en su quinta Los Abrojos, este fin de semana.

Publicado en El Cronista

 

Traicionaron el oficio más lindo del mundo. Se transformaron en vigilantes de sus propios colegas. Ejercieron el rol de comisarios políticos en medios grandes, medianos y pequeños. Trabajaron de topos en las redacciones. Presentaron como material "periodístico" videos obtenidos de manera ilegal por los servicios de inteligencia del Estado. Señalaron con el dedo a periodistas críticos, por orden directa de Néstor Kirchner, Cristina Fernández y Máximo Kirchner. Inventaron acusaciones falsas. Adulteraron la información y la opinión. Cometieron delitos de orden público, como la incitación a la violencia contra trabajadores de prensa. Armaron tribunales populares contra periodistas que hicieron más por los derechos humanos que Néstor y Cristina. (Y no después de 2003, sino cuando las papas quemaban de verdad.) Algunos entregaron su alma al dinero del Estado. Casi todos encontraron la excusa perfecta para pasarse al Lado Oscuro.

Uno, por ejemplo, escribió en su cuenta de Twitter que, en efecto, había abandonado el oficio porque creía en el periodismo militante. Otro, al que Jorge Lanata caracteriza por estar enamorado de su propia voz, explicó su compromiso con el gobierno anterior con el argumento de que "todo periodista y todo medio es un actor político". El locutor de pésima sintaxis se colocó a sí mismo en un lugar muy "popular". Como si fuera el líder de una vanguardia iluminada. O como si estuviera denunciando, desde el llano, a un grupo muy poderoso, y no defendiendo a una secta política que llegó a tener más poder que cualquier otro gobierno. Ahora, con el mismo desparpajo, habla de "resistencia" contra la nueva administración de derecha, a la que compara con una dictadura. Y lo hace desde un programa financiado por un banco que se presenta como cooperativista, pero que, a la hora de cobrar a sus clientes, sigue las reglas del capitalismo más salvaje.

Otro, al que Kirchner infló su enorme ego al susurrarle, por teléfono, que era uno de los pocos periodistas que respetaba, nunca pudo terminar de explicar de manera coherente su imprevista y brutal conversión. Tampoco pudo desmentir la denuncia que hizo un ex funcionario del Ministerio de Trabajo del gobierno del propio Kirchner, quien lo acusó de tener una doble moral al pretender cobrar decenas de miles de pesos sin presentar la factura correspondiente. El hombre, quien también se caracteriza por escuchar su propia voz, es un especialista en decir una cosa y hacer otra. La evidencia: amenazó con sostener una demanda contra quien esto escribe, pero abandonó el trámite a mitad de camino, ante la imposibilidad de probar que el demandado había faltado a la verdad. Pero además instruyó a sus asistentes para ensuciar a colegas a diestra y siniestra. Una de sus colaboradoras (quien será recordada, entre otras bajezas, por haber difundido las fotos del cadáver de Nora Dalmasso) se especializó, además, en construir "denuncias periodísticas" falsas, revoleando números a la marchanta, con decimales incluidos, para obligar a sus "víctimas" a desmentir hechos que no constituyen delitos, sino datos de proyectos periodísticos exitosos, con altos niveles de audiencia. Lo de la supuesta cronista no es un acto de periodismo profesional, sino una maniobra típica de los servicios de inteligencia.

Durante estos años, se usó a la AFIP para acusar de manera falsa a colegas y dirigentes opositores que levantaban la voz. Pero los periodistas canallas no fueron pocos. Se multiplicaron por decenas. Quizá porque soñaron que Cristina sería eterna. Y hubo de todo. Ex empleados del Grupo Clarín despachados hasta panelistas de programas de espectáculos que sacaron a relucir el pasado combativo de su familia porque sabían que la lucha contra la dictadura otorgaba un linaje extra en el gobierno K. Cronistas deportivos devenidos en panelistas expertos en provocar a sus compañeros; profesionales que se caracterizaron por denunciar la corrupción de los años noventa y empezaron a impulsar operaciones políticas contra los candidatos que compitieron y le ganaron a Kirchner; productores de televisión que fueron "neutrales" hasta que firmaron contratos millonarios con dueños de multimedios a los que Néstor y Cristina beneficiaron con frecuencias de radio y de tevé; secretarios generales de sindicatos de prensa del interior del país que, en vez de defender los derechos de los trabajadores, se dedicaron a hacer de comisarios políticos para malograr emprendimientos independientes.

Los representantes de la prensa canalla ahora parecen un poco desorientados. Andan como bola sin manija reclamando libertad de expresión cuando se la pasaron insultando, difamando y acusando sin pruebas. Pero lo que suplican, en el fondo, es la continuidad de sus contratos en los medios públicos, como si su jefa política no hubiese sido la gran responsable de la reciente derrota electoral. Como si Daniel Scioli no hubiera perdido, sino ganado. Están pidiendo, además, indemnizaciones millonarias, como si fueran trabajadores del sector privado con derecho a reparación económica. La última estrategia de estos militantes de la desinformación no es ningún misterio. Intentan presentar a los periodistas críticos como la otra cara de una falsa moneda. Son parecidos al ladrón. Dan por sentado que todos son de su misma condición. Por eso quedan tan descolocados cuando comprueban que los mismos colegas que denunciamos los atropellos de Néstor y Cristina somos capaces de levantar la voz ante la abusiva designación por decreto de los jueces de la Corte que pretende imponer Mauricio Macri. Por eso aparecen pedaleando en falso cuando criticamos la represión de los trabajadores de Cresta Roja o decimos que no es suficiente ser un gran amigo del Presidente para ocupar el cargo de número uno de la Agencia Federal de Inteligencia.

Porque podemos cometer errores. Incluso grandes errores en la práctica de nuestro ejercicio profesional. Pero jamás seremos como ellos. No trabajaremos de comisarios políticos. No acusaremos sistemática ni falsamente a ningún colega sólo porque no piensa como nosotros. No diseñaremos programas de propaganda para ensuciar a nadie. No ocultaremos, a sabiendas, asuntos como la tragedia de Once, el presunto enriquecimiento ilícito de la ex presidenta, el procesamiento del ex vicepresidente o el financiamiento de la campaña presidencial de 2007 con fondos provenientes de la efedrina y el narcotráfico.

Pero algún día, no muy lejano, ayudaremos a escribir la historia de los últimos 12 años de la prensa canalla en la Argentina. No como un método de escrache, sino como un inolvidable registro de época. Y como un indispensable servicio a las audiencias. Para que todo el daño que provocaron no se vuelva a repetir.

Publicado en La Nación